Han pasado muchas cosas desde despertar.
Los espejismos vienen y van, me envuelven como los fríos dedos de una nebulosa, atenazándome y en ocasiones asfixiándome en una melancolía aterciopelada, esa que huele a madera yucateca.
A veces reflexiono acerca de mi vida anterior, esa antes de despertar, una constante y frustrante búsqueda del espejismo, no me culpo, cuando el agua escasea es eso mismo lo que añoramos y buscamos en un desierto.
¿Qué tipo de desierto fue mi vida anterior?
-Ahora, estás viviendo una vida que no es de Tablaroca.
Lo pienso todos los días cuando me levanto, siempre del lado derecho de la cama, piso el concreto puro (no duela, no mármol), bajo las escaleras pensando que estoy refugiado entre la sombra de Ceibas, Ramones y Caimitos, el susurro del aire que corre entre sus ramas me arropa, el tronar de los pájaros marca el ritmo de mi vida y de mi despertar, y diario; abro puertas de madera, altas, fuertes y pesadas.
Abro puertas.
En esta casa existe un interfón, y debajo del mismo, un botón para abrir la puerta que comunica al exterior de la privada, haciendo que no tengas que quemarte con el sol inclemente de Mérida y esperes como un dios a que tu visita llegue y suba las escaleras hacia ti, casi como si tus visitas tuvieran que rendirte pleitesía.
Hay algo mágico en no tocar ese botón, tragarme mi pereza y yo mismo ir y abrir la puerta, que nada, ni nadie la abra por mi.
La puerta de los desfiles.
-Mi casa es un desfile de hombres.- Le diría a mi analista un día, con un falso tono de culpa.
-¡Qué bueno! ¿No?
Y así al ritmo de este desfile , le abrí la puerta a G.
No hace mucho dejé el dorado lejos, ahora mis colores son castaños, como los ojos ebanosos de G, densos pero brillosos, alimentados por una tristeza subyacente que los hace brillar, la misma que se oculta entre sus numerosos lunares del mismo color que sus cabellos esponjosos.
No es algo nuevo que la tristeza me resulte atrayente, sobre todo la que está escondida en el brillo de una mirada:
-Tiene los ojos tristes. – le diría a JP, meses atrás, sentados en los mullidos sillones de un bar de un todo incluido, mientras apurábamos el cuarto old fashion de la noche, tres habían sido necesarios para que me perdonara por juzgar a su relación actual como una mujer sombría, no era mi culpa, breves segundos de ver sus ojos habían sido suficientes para emitir el juicio.
- Y tienes razón – me contestó, mirándome con sus ojos azules, también tristes – ha sufrido mucho.
- Como nosotros, nos atraen las personas que han sufrido, sabemos identificarlas y apegarnos a ellas.
¿Fue la tristeza de G lo que me atrajo?
¿El espejismo?
Difícil de saberlo, si bien era una constante en su esencia, se disfrazaba con éxito entre los pliegues de su personalidad electrificante, lo aprendí mientras nos besábamos en la piscina, conectando al compás de un juego meloso, empalagoso.
G, peludito, spring love, fue la segunda persona a quien le concedí acceso a la master suite de mi casa, durmió en las sábanas caras (y se quejó de ellas) me contagió de su risa, me hizo sentir una vez como Donna Sheridan, esa mujer que se enamoraba brevemente de los hombres con los que se acostaba y que persiguió sus sueños, aunque eso significara quedarse sola.
Abrazando y aceptando la impermanencia, volví a sentir amor, breve, efímero pero poderoso.
Casi bailo con él.
Y eso que yo no bailo.
Yo disfruto de ver a la gente bailar – cuando es necesario – de preferencia lo evito, pero si ya fui llevado ahí por mi inconsciente, hecho mis raíces, como tronco y a diferencia de árbol no muevo mis extremidades ni me dejo sentir, me traslado.
Como espejismos, me llegan los recuerdos de cuando bailaba, eventos alineados con mi naturaleza sumisa, en particular para someterme a los designios de A, estilo Von Trier; en la oscuridad de mi terraza de mi penthouse con las luces de Querétaro a nuestros pies, embriagados de ese champagne costoso, sintiendo en la garganta el retrogusto tostado y dulce, sabores de almendras y cheesecake.
Eran besos dulces que en ese entonces no sabíamos que también eran sangrientos y al final, después de haberlo complacido, de moverme torpemente, terminábamos en la cama, con él siempre arriba de mí.
Supongo que cuando estaba arriba de mí se sentía más poderoso que yo, el verdadero dueño del imperio; A, mi catalizador favorito de mi decadencia.
Pero hoy, pienso en cosas más dulces, como que posiblemente no bailé con G porque no quería que fuera el inhibidor de mi despertar, más bien, el inductor de mi renacimiento.
G se fue y me ayudó a abrir la puerta al segundo acto del desfile, (hasta ahora más largo que el anterior) caracterizado por la transitoriedad, lo breve; efímero pero potente.
A mi me gusta llamarle a estos afectos (muy adoc con mi perfil matemático): Vínculos asintóticos. Nos acercamos a un punto, pero jamás llegamos, tendemos al infinito. No tiene nada de raro, la mayoría de las funciones racionales son así .
¿Por qué el amor no sería una función racional?
Últimamente he sido llamado generoso y confieso que me molesta que esa generosidad no provenga del espejismo que yo tenía proyectado sobre mí mismo, quizás es en esta misma generosidad, cada vez mas humanista y con tendencia hacia lo social, clínico y altruista, donde se encuentra la felicidad incipiente, complicada, frágil, como cuando Donna estaba sola con miedo creando vida y persiguiendo el sueño más profundo de su inconsciente.
A veces hay que romper funciones lineales para encontrar la paz en las asíntotas.
Mérida, Yucatán, 29 de abril del 2024. Edwin CQ.
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