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Foto del escritorEdwin CQ

Hostil.

He aprehendido esta palabra desde el instante en que la escuché. Posiblemente sea la más adecuada para describir esta ciudad con su flora espinosa, su calor sofocante y su fauna ponzoñosa, igual de venenosa como sus habitantes, no los que llegan, sino, los que nacen en medio del fuego.


He empezado a comprender que, en esta ciudad de las eternas glorietas (o de las vueltas en círculo), existe una especie de inhibición, que se puede traducir como inacción o estancamiento, que poco a poco va pudriéndose y cuando se libera es a través de una especie bastante conocida de instinto asesino, una pulsión de tanatos que termina matando a su hospedador.


Es curioso (por menos) que he huído de mi propia muerte para encontrar la muerte de los otros (o del Otro) aquí.


He aquí el motivo por el que esta sociedad yucateca privilegia y prioriza a los que deciden formar parte y consagrar (como la hostia) su vida a las vueltas eternas, de las glorietas. Su ciudad se basa y sostiene en ellas para dejar fluir un tráfico (que en tramos empieza a colapsar). Hay que detenerse, frenar y esperar a los que vienen en la glorieta, después, cuando la vía es libre, siempre presionado por los de atrás, agarras impulso y aceleras para formar parte de la glorieta. Yo siento una especie de impulso y adrenalina cuando es mi turno de moverme en círculos eternos, pero después me mareo y me da asco, es mi goce.


Y al parecer es el goce de muchos aquí, solo que aún no lo saben.


Por otro lado, he estado pensando en los exilios. El de Rodrigo Díaz de Vivar, cargado de simbolismo y dramatismo, expulsado por su rey, su todo, para después volver igual de cargado de triunfos a complacer a ese mismo rey, que poco velaba por Rodrigo.

O el exilio de Yoda. Si bien, encontró en Dagobah, ese planeta frío, inhóspito y peligroso la templanza y paciencia para contemplar en retrospectiva su desastre ¿Por qué no regresar? Me resulta difícil pensar que un ser tan maduro, viejo y complejo se haya dejado arrastrar por la culpa y el fantasma en el camino hacia la inhibición e inacción, tan solo contemplando su caída. Jamás regresó y murió en su exilio, auto-inflingido.


Como el mío.


Aún recuerdo esa noche brillante, en una ciudad más brillante, Querétaro, en la que regresé del cine, ese cine rojo y de palomitas aguadas. Recuerdo claramente entrar en el lobby, igual de brillante que la noche, frío, con techos muy altos, rodeado de piedras, estatuas y mármol.


Aún puedo sentir al Rival, esperándome en el mullido sofá de la entrada, lo vi sonriéndome con hastío y cansancio para después, acompañarme hacia arriba, siempre arriba, hasta el piso veintiuno, el último, el penthouse.


¿Quién puede vivir en un brillante penthouse a sus veintisiete años? Supongo que un hombre que en el camino para eso crea a su propio Rival.


Crucé la estancia, no presté atención a la luz de la lámpara de luz indirecta que había dejado prendida, ni tampoco a Pelusa que me saludaba siempre fiel, siempre atenta agitando su colita como plumero, me preparé un café, evité mis impulsos de servirme un buen whiskey y decidí enfrentarlo. Al Rival. Cargué con cuidado el pesado espejo dorado y lo coloqué en la terraza, me senté afuera, apoyando mi café en la mesa barata, y mientras el viento siempre sin darme tregua, siempre inclemente agitaba mi abrigo, me senté y miré mi reflejo.


Miré al Rival.


Y decidí que debía irme o el Rival me mataría.


Y me fui, cargando solo con Pelusa y todo lo que cabía en mi maletero.


Busqué refugiarme en un barrio viejo con fruterías en la esquina, dicen que fue de las primeras comisarías de Mérida, pero la privada está llena de naturaleza, ceibas y ramones. Colores ebanosos como los ojos de mi novio, olores a madera recién cortada, colores rojos que me recuerdan a mi infancia.


Encontré paz viendo como se formaba un triángulo perfecto en mi terraza, hallé la felicidad en estar lejos de mi madre, en cortar su vínculo ponzoñoso y aunque aún no ha nacido uno nuevo, estoy satisfecho de ser yo el que finalmente cortó el cordón.


Mi analista diría que encontré paz en la contemplación.


Pero no tardó mucho en llegar mi despertar, las sacudidas de mi inconsciente, queriendo cumplir, obtener, alimentarse de su placer. ¿Cuál es el placer de Edwin?


Edwin no solo se queda quieto alimentado de las vueltas eternas.


Y lo volvimos a encontrar, aquí, en el lugar de las glorietas, de las ceibas, de los caimitos, de los murciélagos que te espantan en las noches.


El conocimiento, la trascendencia.


He trascendido en mis estudiantes y ahora me toca a mi, trascender.


Y en esta búsqueda llegaron muchas pulsiones e impulsos que desequilibraron todo, fue una etapa sumamente cargada de inestabilidad, del cambio.


Entré sin dificultades a la universidad, en uno de los primeros lugares, cumplí el deseo de entrar a la universidad pública en contradicción a lo que mis padres querían para mi, los mismos que se desvelaron luchando por que yo estudiara los primeros años de mi vida en escuela privada.


El ciclo se cumplió y encontré dos significantes.


Una letra A. Me resulta curioso como su nombre significa amanecer y brillo, como el de sus ojos cuando se ríe, es una mujer sumamente compleja, que lleva su escudo (¿Quién no lo es después de años de análisis?)


Me gusta mi memoria fotográfica y recordar nuestro breve diálogo que para mi está cargado de significante.


-¿Y usted que espera de mi clase Edwin?

-Estar bien, nada más.

-Me agrada su respuesta.- lo dijo mientras sus ojos expresaban algo más ¿satisfacción?


¿No es lo que todos buscamos, estar bien?


Y sí, tengo memoria fotográfica, recuerdo cada día de clase con esa silueta enfrente del salón con el tatuaje en su tobillo, sus tenis blancos, su cabello esponjoso, la silueta de la autorrealización enfrente de mi, danzando pero sin dejar su escudo.


Mi madre se pondría celosa de mi vinculación con otras mujeres que reemplacen su figura, no existe para ella otra figura que ostente el poder para reemplazarla.


Si supiera que no la reemplazan solo la reforman y la reconstruyen.


Y en esta ocasión salvé el vínculo y la busqué. Fui a la oficina de la mujer Amanecer, y dentro de muchas cosas que me dijo me resuena:


Puedes venir a verme las veces que sea necesario.
TU no quieres ser psicólogo, tu quieres ser un psicoanalista.

Gracias por la confianza.

Pocas personas se salen de su círculo, la maestra A es una de ellas. Tuve que viajar más de mil kilómetros para encontrarla, superar el miedo de mi madre de estudiar en la universidad pública, superar mi miedo de vincularme con ella.


Gracias maestra A, por darle a partir de hoy, otro significado a la letra A.


Y por último.


R.


Su nombre es solo de dos sílabas. Acentuado al final.


Corto.


Simple.


Sencillo.


Breve.


Con esperanza.


Tuve que venir hasta aquí y enfrentar lo hostil para encontrarlo, el pensamiento mágico de esa maestra sesgada que me entrevistó en mi primer día en la universidad, diría que son sus Dioses escritos en tablas frías, los que nos encontraron.


Mi único dios es el Rival.


Y siempre agradezco a él.


El hombre que me apartó del mármol, del brillante frío para encontrarlo, a él, a R. Solo para ver sus ojos ebanosos, cada día, cuando me levanto, cuando decido iniciar mi día, buscarme, encontrarme, reformarme, reconstruirme,


R me escribió una carta y dijo que estará conmigo y me acompañará para volverme ese:


Psicoanalista famoso.

No sé si famoso, porque me convertiría en un producto notable.


Pero si el que busca a R, a la nueva A. y a Edwin en sus brazos.


Estoy listo para ir a casa.


Edwin Cq. Mérida, Yucatán, 6 de noviembre del 2024.



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