Había pasado un tiempo considerable desde la última vez que había flotado gracias a la influencia de la felicidad. Ese día, veintiocho de junio, al abrir la computadora y leer mi aceptación a la universidad, volví a sentirla: cálida, pomposa y abrasiva. Me embriagué de ella y del vino que serví en dos copas y, así acompañado, me senté en la orilla de la terraza a ver los colores ocres y morados de un hermoso atardecer. Colgué mis piernas, sin miedo a caerme.
He convivido y sentido constantemente a mis miedos; sé cómo suben desde el estómago y ejercen su presión osmótica sobre mí. A veces, me han paralizado y retrasado mi felicidad. En otras ocasiones, han salvado mi vida. Ese día, en particular, me hicieron reflexionar sobre mis propias limitaciones: miedo a equivocarme una vez más en mi elección, al rechazo, a reducir mis ingresos mientras estudio y no poder hacer frente a la vida, a fallarme.
Es curioso cómo el miedo puede dar paso a la tristeza y a la melancolía. En teoría, son contradicciones de la felicidad, pero parece ser que realmente la anteceden y complementan. Ese día me sentí melancólico, extrañando a quienes están en mi natal Querétaro, tierra del vino y del desierto, a más de mil kilómetros de distancia, y también a los que ya no están, pero sus fantasmas viven siempre en mí. ¿Qué pensarían de mí? ¿Estarían orgullosos?
La duda e incertidumbre me asaltaron ese día y continúan apareciéndose, más durante las noches. Recuerdo ese atardecer del veintiocho; mientras los mosquitos y las dudas me mordían, volví la mirada hacia mi lado y encontré en los ojos de mi novio un brillo más fuerte que el sol, el de toda la bondad del mundo. Ahí estaba la fuerza y la motivación para continuar. Entre notas de pimienta, sentí en nuestros labios el amor, otra vez: esa emoción que también baja, envuelve, oprime y hace llorar; escurridiza, pero tierna y empalagosa.
Así comprendí que la transición y el viaje apenas comenzaban, un trayecto que se pinta escabroso y complicado, pero también prometedor y conmovedor. Ese veintiocho entendí que no estaba solo en el camino, que podía amar porque ya había vuelto a amarme a mí mismo, y que los fantasmas no se van; permanecen en el ocre de una mirada y de un atardecer. 17 de Octubre del 2024. Mérida, Yucatán. Edwin CQ.
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